No es la fascinante edificación del mundo ni su diseño
deliveradamente estrambótico, pero hay una parte de mi cerebro que colapsa
cuando se le presenta delante un juego como Dishonored 2. Es posible plantarte
en mitad de Karnaca como una especie de Rambo aristocrático equiparable en
delicadeza a un preservativo de esparto o, en cambio, actuar como un compasivo
benevolente que se aferra a las sombras y susurra a sus enemigos un “lo siento”
justo antes de hacer crujir sus cuellos tras un traicionero ataque por la
espalda. Entre estas dos opciones, toda una escala donde podemos pasar de un
extremo a otro con los matices que nosotros mismos nos autoimpongamos porque, a
efectos prácticos, Dishonored es uno de esos títulos que convierten a los
jugadores en diseñadores de videojuegos.
Dishonored solo propone un medio de sigilo y unas mecánicas
de combate, una serie de opciones narrativas ligeramente ramificadas y un
sistema de moralidad irritantemente conservador, pero luego pide al jugador que
prepare su propia mezcla de aventuras basadas en la infiltración. Es como uno
de esos restaurantes donde el cliente escoge sus propios ingredientes para que
posteriormente un cocinero las cocine delante de él. Puede que agradezcas la
posibilidad de personalizar el menú, pero si eliges mal los ingredientes y
posteriormente la comida está mala no puedes acusar al cocinero de haber ideado
un mal plato. La saga Dishonored hace un poco eso, presenta una pila de
ingredientes crudos y pide al jugador que los cocine de la manera que este
considere mas sabrosa. Exige al usuario, de manera póstuma, que participe en el
proceso de diseño convirtiéndole así en consumidor y creador al mismo tiempo.
No niego que este planteamiento puede resultar desconcertante al principio, y
de buenas a primeras es difícil encontrar un equilibrio correcto, pero con el
tiempo, entenderemos que en el planteamiento de Dishonored está precisamente el
juego que buscamos. Encontrarlo, solo depende de nosotros.
Un reciente artículo de investigación concluyó que los juegos que permiten a los jugadores exhibir características
de un “yo ideal” son mas motivantes que los que no lo hacen. En otras palabras,
los videojuegos que distinguen explícitamente el bien del mal en los que se le
permite al jugador elegir bando, son mas motivares que los que no lo permiten.
En mi caso, el “yo ideal” de mi personaje me lo planteo como un ser de las sombras,
encaramado a cornisas e intentando que su paso por los escenarios sea lo mas
incierto posible. Ser descubierto en un juego como Dishonored 2 es, para mí, un
destino igual a la muerte: me obliga a cargar la partida para seguir
manteniendo mi hoja de ruta perfectamente limpia. Algunos defenderán el hecho
de que el sigilo es precisamente el enfoque con el que los desarrolladores
esperan que vayamos a jugar, y que de alguna manera, los jugadores intentamos
complacerlos. Yo no estoy de acuerdo con eso.
Si de algo estoy seguro es que Dishonored 2 es, al igual que
su predecesor, un juego que intenta reírse del jugador elija el modo de juego
que elija. Después de cada nivel, hay una calificación basada en el número de
muertes y las veces que nos han visto. Acabar con las vidas de los enemigos
hará que Emily (o Corvo) y sus aliados se vuelvan mas cínicos. A su vez,
demasiadas muertes conducirán a mayores niveles de infestación en el mapeado
(también mas dificultad) y el desenlace final de la historia será mucho mas oscuro.
Si optamos por un enfoque más pacífico, nos encontraremos con un inventario a
rebosar de balas y otros elementos letales pensados para hacer daño que,
lógicamente, habremos acumulado de no usarlos. Llegados a un punto, el hallazgo
de nuevos elementos de este tipo resultarán casi hasta sarcásticos. El grueso
de los poderes también languidecen, ya que los niveles mas altos de cada uno de
los poderes sirven, generalmente, para matar gente o hacer daño, y si no
matamos gente es imposible sacarles todo el partido. Hagamos lo que hagamos, el
juego siempre parece incitarnos a hacer justo lo contrario. Este extraño
oxímoron que proporciona Dishonored, debe ser una sensación similar a la que
experimenta un vegetariano que ha sido invitado a una barbacoa.
En un juego como Dishonored 2, la presión de jugar como
nosotros consideremos que es lo correcto puede tener un efecto disruptivo en la
experiencia. En el juego que yo me planteé, los ritmos de guardado y la carga
de partidas se convirtieron, para mi, en parte de la experiencia de juego como
si fuera una mecánica diseñada elegantemente para que transferirse del mundo
virtual al real. La decisión voluntaria de volver a un punto guardado, y no por
estar muerto, puede haber sido un castigo autoimpuesto pero alentado por el tipo
de juego que yo elegir jugar. En realidad, el juego me permitía cambiar mi
modus operanding en cualquier momento para empezar a matar gente o ser mas
descuidado, pero a mitad de la historia, mi esfuerzo ya había sido demasiado
grande como para renunciar a él. Dishonored ofrece una variedad envidiable de
rutas y enfoques, pero al decantarme por el juego que yo consideraba que debía
ser, su visión tan amplia de juego se estrecho drásticamente y obtuve el juego
que yo mismo me había diseñado.
Por este mismo motivo, es inútil hablar de mecánicas o
situaciones que probablemente el jugador nunca vaya experimentar, o incluso
hablar de que Dishonored es un juego así o asao. No merece la pena explayarse.
Lo único que es cierto es que dentro de sus posibilidades, Dishonored es un
juego muy abierto en cuanto a planteamiento en el que nunca nada está mal
hecho, y si algo está mal hecho, solo se tratará de una sensación personal del
jugador o una acción que no concuerda con el enfoque que se le ha querido dar.
Su moldeabilidad es la mayor de sus virtudes, pero también hay que destacar su
atmósfera y esa técnica para desarrollar una narrativa basada en historias superpuestas
sobre otras historias, historias que a veces no llegan mas allá del un piso de
un edificio o, incluso, que no salen de una sola habitación. Historias al fin y
al cabo, con su principio y su final. Ahí reside la otra gran parte de su
fuerza.
Supongo que no hace falta decir que lo estoy disfrutando
como un niño…
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