Dishonored 2. El arte de diseñar jugando

jueves

No es la fascinante edificación del mundo ni su diseño deliveradamente estrambótico, pero hay una parte de mi cerebro que colapsa cuando se le presenta delante un juego como Dishonored 2. Es posible plantarte en mitad de Karnaca como una especie de Rambo aristocrático equiparable en delicadeza a un preservativo de esparto o, en cambio, actuar como un compasivo benevolente que se aferra a las sombras y susurra a sus enemigos un “lo siento” justo antes de hacer crujir sus cuellos tras un traicionero ataque por la espalda. Entre estas dos opciones, toda una escala donde podemos pasar de un extremo a otro con los matices que nosotros mismos nos autoimpongamos porque, a efectos prácticos, Dishonored es uno de esos títulos que convierten a los jugadores en diseñadores de videojuegos.

Dishonored 2 tiene mucho del planteamiento de la primera parte. Se trata de un sandbox que no se ajusta a lo que todos entendemos como sandbox pero que podríamos asemejar a la libertad de juego y movimientos que proporciona, por ejemplo, la serie Hitman. Los escenarios son cerrados y las misiones tienen principio y final, pero el desarrollo es libre y las posibilidades son aún mayores que en Hitman al no basar tanto la experiencia en scripts como si lo hace la saga del asesino calvo. Dishonored da tanta libertad en su forma y sus opciones que la búsqueda de unas reglas para hacer que la experiencia nos resulte entretenida puede llegar a resultar intimidante. Dicho de otro modo, la diversión que es capaz de proporcionar el juego depende de las reglas que nosotros nos autoimpongamos, y es precisamente en ese momento cuando el jugador se convierte en diseñador, porque las capacidades del juego dependen de él mismo y de su manera de afrontar el juego. No hablo de momentos específicos, si no del juego entero mediante una visión global.

Dishonored solo propone un medio de sigilo y unas mecánicas de combate, una serie de opciones narrativas ligeramente ramificadas y un sistema de moralidad irritantemente conservador, pero luego pide al jugador que prepare su propia mezcla de aventuras basadas en la infiltración. Es como uno de esos restaurantes donde el cliente escoge sus propios ingredientes para que posteriormente un cocinero las cocine delante de él. Puede que agradezcas la posibilidad de personalizar el menú, pero si eliges mal los ingredientes y posteriormente la comida está mala no puedes acusar al cocinero de haber ideado un mal plato. La saga Dishonored hace un poco eso, presenta una pila de ingredientes crudos y pide al jugador que los cocine de la manera que este considere mas sabrosa. Exige al usuario, de manera póstuma, que participe en el proceso de diseño convirtiéndole así en consumidor y creador al mismo tiempo. No niego que este planteamiento puede resultar desconcertante al principio, y de buenas a primeras es difícil encontrar un equilibrio correcto, pero con el tiempo, entenderemos que en el planteamiento de Dishonored está precisamente el juego que buscamos. Encontrarlo, solo depende de nosotros.
Un reciente artículo de investigación concluyó que los juegos que permiten a los jugadores exhibir características de un “yo ideal” son mas motivantes que los que no lo hacen. En otras palabras, los videojuegos que distinguen explícitamente el bien del mal en los que se le permite al jugador elegir bando, son mas motivares que los que no lo permiten. En mi caso, el “yo ideal” de mi personaje me lo planteo como un ser de las sombras, encaramado a cornisas e intentando que su paso por los escenarios sea lo mas incierto posible. Ser descubierto en un juego como Dishonored 2 es, para mí, un destino igual a la muerte: me obliga a cargar la partida para seguir manteniendo mi hoja de ruta perfectamente limpia. Algunos defenderán el hecho de que el sigilo es precisamente el enfoque con el que los desarrolladores esperan que vayamos a jugar, y que de alguna manera, los jugadores intentamos complacerlos. Yo no estoy de acuerdo con eso.

Si de algo estoy seguro es que Dishonored 2 es, al igual que su predecesor, un juego que intenta reírse del jugador elija el modo de juego que elija. Después de cada nivel, hay una calificación basada en el número de muertes y las veces que nos han visto. Acabar con las vidas de los enemigos hará que Emily (o Corvo) y sus aliados se vuelvan mas cínicos. A su vez, demasiadas muertes conducirán a mayores niveles de infestación en el mapeado (también mas dificultad) y el desenlace final de la historia será mucho mas oscuro. Si optamos por un enfoque más pacífico, nos encontraremos con un inventario a rebosar de balas y otros elementos letales pensados para hacer daño que, lógicamente, habremos acumulado de no usarlos. Llegados a un punto, el hallazgo de nuevos elementos de este tipo resultarán casi hasta sarcásticos. El grueso de los poderes también languidecen, ya que los niveles mas altos de cada uno de los poderes sirven, generalmente, para matar gente o hacer daño, y si no matamos gente es imposible sacarles todo el partido. Hagamos lo que hagamos, el juego siempre parece incitarnos a hacer justo lo contrario. Este extraño oxímoron que proporciona Dishonored, debe ser una sensación similar a la que experimenta un vegetariano que ha sido invitado a una barbacoa.
En un juego como Dishonored 2, la presión de jugar como nosotros consideremos que es lo correcto puede tener un efecto disruptivo en la experiencia. En el juego que yo me planteé, los ritmos de guardado y la carga de partidas se convirtieron, para mi, en parte de la experiencia de juego como si fuera una mecánica diseñada elegantemente para que transferirse del mundo virtual al real. La decisión voluntaria de volver a un punto guardado, y no por estar muerto, puede haber sido un castigo autoimpuesto pero alentado por el tipo de juego que yo elegir jugar. En realidad, el juego me permitía cambiar mi modus operanding en cualquier momento para empezar a matar gente o ser mas descuidado, pero a mitad de la historia, mi esfuerzo ya había sido demasiado grande como para renunciar a él. Dishonored ofrece una variedad envidiable de rutas y enfoques, pero al decantarme por el juego que yo consideraba que debía ser, su visión tan amplia de juego se estrecho drásticamente y obtuve el juego que yo mismo me había diseñado.

Por este mismo motivo, es inútil hablar de mecánicas o situaciones que probablemente el jugador nunca vaya experimentar, o incluso hablar de que Dishonored es un juego así o asao. No merece la pena explayarse. Lo único que es cierto es que dentro de sus posibilidades, Dishonored es un juego muy abierto en cuanto a planteamiento en el que nunca nada está mal hecho, y si algo está mal hecho, solo se tratará de una sensación personal del jugador o una acción que no concuerda con el enfoque que se le ha querido dar. Su moldeabilidad es la mayor de sus virtudes, pero también hay que destacar su atmósfera y esa técnica para desarrollar una narrativa basada en historias superpuestas sobre otras historias, historias que a veces no llegan mas allá del un piso de un edificio o, incluso, que no salen de una sola habitación. Historias al fin y al cabo, con su principio y su final. Ahí reside la otra gran parte de su fuerza.


Supongo que no hace falta decir que lo estoy disfrutando como un niño…

No hay comentarios:

Publicar un comentario